Afortunadamente, desde hace ya algún tiempo, las informaciones sobre ciencia e investigación son habituales en los medios de masas, especialmente cuando abordan cuestiones relacionadas con la innovación tecnológica, el cambio climático o la salud mental. Sin embargo, también es habitual el silencio o la marginación, en esos mismos medios y en las publicaciones especializadas o académicas, cuando algunos trabajos científicos cuestionan los intereses de sectores poderosos como el agroalimentario, el tecnológico o el farmacéutico. El pasado agosto un artículo de CTXT daba cuenta de uno de estos casos.
Un trabajo reciente (Moncrieff et al., 2022) cuestiona el paradigma dominante en psiquiatría, según el cual problemas de salud mental como la depresión estarían causados por alteraciones bioquímicas relacionadas con niveles o actividades bajos de serotonina. Los autores concluyen que «es hora de reconocer que la teoría serotoninérgica de la depresión no está sustentada empíricamente». Conviene destacar que no cuestionan esa línea de investigación ni tampoco los métodos empíricos. Tras un estudio y análisis de los trabajos publicados en 361 revistas, que en principio cumplían con los criterios de calidad establecidos por las distintas agencias «independientes», los autores destacan que tan solo 17 cumplían con esos criterios de calidad. Moncrieff y otros señalan también algunas de las consecuencias negativas derivadas de la aceptación acrítica de la tesis serotoninérgica, según la cual los trastornos mentales serían consecuencia de alteraciones bioquímicas de causa fundamentalmente genética: la inducción de pesimismo y pasividad en las personas con depresión, así como el riesgo de provocar un uso prolongado de antidepresivos, con los consiguientes problemas asociados a esta medicación, entre otras.
Cuestionar la teoría de la setoronina y el sistema
Sin ser experto en la materia, a mi juicio, la importancia de este tipo de trabajos reside en que permiten cuestionar no tanto una línea de investigación concreta, recordemos, sobre las bases biológicas de las enfermedades mentales, como el intento de construir una psiquiatría –y unas políticas sanitarias– basada exclusivamente en hipótesis que excluyen la influencia de factores sociales o incluso políticos. Moncrieff y otros no se sitúan en corrientes digamos críticas o alternativas, ni cuestionan el método empírico (o las actuales formas de fetichismo metodológico); todo lo contrario, utilizan dicho método para demostrar que la hipótesis serotoninérgica carece, al menos hasta el momento, de base empírica.
Trabajos como los de Moncrieff y otros no responden a una mera discusión científica/académica ni tampoco a debates polarizados entre defensores de una supuesta incompatibilidad entre las tesis sobre las bases bioquímicas de las enfermedades mentales y otras centradas en la influencia ejercida por factores sociales como la precarización del mercado de trabajo o la inestabilidad laboral. Sin proponérselo, el artículo ilustra también la tendencia a la privatización de la ciencia, desligándola de su dimensión pública y, por lo tanto, de la búsqueda del bien común. A no ser, claro está, que consideremos «bien común» todo aquello que responda a los intereses de los mercados. La despolitización de la ciencia no afecta a la «calidad» de las investigaciones. El problema reside, más bien, en los criterios que definen esa calidad, pues estos no resultan de una discusión pública o de una acción política democrática, sino que responden mayoritariamente a los intereses de grupos privados y de un oligopolio editorial; a su vez validados por las numerosas agencias de evaluación «independientes» en las que actúan al margen de efectivos controles públicos (entre la extensa literatura académica dedicada a la influencia que las agencias de evaluación de la calidad y los grandes grupos editoriales ejercen sobre la investigación científica, principalmente en los ámbitos bioquímicos, farmacéuticos y agroalimentarios, puede consultarse, por ejemplo, Miller, 2012).
La realidad del trabajo científico
A pesar de que medios de comunicación e instituciones académicas hayan construido una nueva versión romántica de la persona investigadora emparentada con la figura del emprendedor, lo cierto es que una buena parte de la investigación científica mundial se produce en condiciones de precariedad , siguiendo las formas de gerencialismo o del management que conllevan la realización de otros metatrabajos, como la confección de registros o el inventario de objetivos y metas, además de someter a las investigadoras a sistemas de evaluación permanente. La realidad del trabajo científico no se corresponde con el storytelling de la Premier League científico-académica, reducida apenas a una docena de instituciones entre más de 2.000, sino a una multitud de tareas que en muchas ocasiones exceden de cualquier tipo de criterio de racionalidad instrumental y que, sin duda, pueden generar ansiedad, estrés o depresión, al no existir normas que precisen la cantidad de trabajo necesario para conseguir la estabilidad laboral o que faciliten la distinción entre este último y la vida cotidiana. En esas condiciones, naturalizadas por el storytelling Premier League, la investigadora precaria no puede permitirse el lujo de trabajar en líneas de investigación no bendecidas por las agencias de calidad «independientes», como tampoco lo harán muchas de las investigadoras consolidadas que necesiten la bendición para escalar puestos en los rankings académicos.
Rabia contra la explotación
Volviendo a la serotonina, ignoro si existen estudios sobre los niveles de dicha sustancia entre los miles de profesionales de la sanidad que durante los años de pandemia causaron baja por depresión; entre los cientos de miles de pacientes que padecieron la situación «tensionada» de hospitales y centros de atención primaria; o entre los miles de investigadores precarios cuyo sueldo es, en muchas ocasiones, inferior al salario mínimo. Sin duda, estas personas, y también las que conocemos de cerca las consecuencias de la precariedad, recibiríamos con alegría la noticia de la existencia de un fármaco eficaz contra los efectos de la depresión. Sin duda. Pero también celebraríamos encontrar, en lugar de la depresión individual medicada, explosiones de rabia pública contra el gerencialismo que sobrerregula el trabajo, sea este manual o intelectual, y contra las distintas formas de precariedad y explotación laboral. Rabia que no debería encauzarse hacia una hipotética restitución de las formas de producción del fordismo, sino más bien materializarse en la creación de sindicatos de riders,de trabajadores de plataformas o del llamado cognitariado (en el sentido acuñado por Negri y Hard, 2000), que luchen contra la explotación ejercida por empresas «innovadoras» del tipo Amazon, Apple, Netflix, Glovo o Uber. En definitiva, una rabia dirigida hacia el objetivo de erigir «una esfera pública que cure las numerosas patologías con las que nos inocula el capitalismo comunicativo» (Fisher, 2016), sea cual sea nuestro nivel de serotonina.
Para saber más:
FISHER, Mark (2016). «La privatización del estrés». Realismo Capitalista. Buenos Aires: Caja Negra.
MILLER, Toby (2012). Blow up the Humanities. Temple University Press.
MONCRIEFF, Joanna; COOPER, Ruth E.; STOCKMANN, Tom; AMENDOLA, Simone; HENGARTNER, Mihael P.; HOROWITZ, Mark A. (2022). «The serotonin theory of depression: a systematic umbrella review of the evidence». Molecular Psychiatry. DOI: https://doi.org/10.1038/s41380-022-01661-0
NEGRI, Toni; HARD, Michael (2000). Arte y multitud. Madrid: Trotta.
Citación recomendada
FECÉ, Josep Lluís. «Rabia y serotonina». COMeIN [en línea], septiembre 2022, no. 124. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n124.2256
Profesor colaborador en la UOC