El recurso dramático de los robots y la idea de la creación de vida artificial es consustancial a la ciencia ficción desde sus inicios. La unión de ambas ideas para presentar personajes sintéticos o biotecnológicos indistinguibles en apariencia de los humanos, también.
Podemos ir hacia atrás, como mínimo hasta Metrópolis (1927) y teniendo muy en cuenta la influyente e imprescindible obra de Isaac Asimov, periódicamente trasladada al cine. Todos recordamos la angustia vital de los replicantes de Blade Runner, aunque el universo Alien, inaugurado también por Ridley Scott tres años antes, ya incluía un personaje que pasaba por humano, lo que se convertiría posteriormente en un elemento constante en la franquicia, llevando al límite, en Alien Covenant, el conflicto existencial del androide David, que se convierte en centro de la trama. En televisión, series contemporáneas como, entre otras, Marvel’s Agents of S.H.I.E.L.D., Almost Humans, Black Mirror (en particular el episodio «I’ll be right back») o las dos que nos ocupan, han utilizado esta misma idea para poner sobre la mesa no solo una proyección de escenarios de futuro tecnológico, sino también una metáfora del clasismo, el racismo, el sexismo y, en definitiva, qué visión tenemos de los que encasillamos como “otros”. Aunque quizás la serie que mejor ha explorado esta cuestión sigue siendo el reboot de Battlestar Galáctica (2004-2009), con su épica historia de encuentros y desencuentros entre humanos y cylons.
La británica Humans (Channel 4, 2015- ), una estupenda adaptación de la serie sueca Real Humans (Äkta Människor), plantea uno de esos futuros “a diez minutos del presente”, prácticamente un presente alternativo, en el que los humanos han creado a los sintéticos, seres de apariencia humana, con ligeras diferencias como el color de los ojos, sus movimientos basados en la eficiencia, su tono de voz y su carencia de emociones. Están diseñados como asistentes para atender tareas concretas domésticas o realizando trabajos mecánicos o peligrosos. Entre los sintéticos, denominados despectivamente dollies en referencia a la vez a su condición de “muñecos” y al primer animal clonado, existe un grupo especial, oculto al resto del mundo, autoconsciente y capaz de expresar sentimientos (diseñados en secreto como prototipos avanzados por uno de los científicos creadores de los sintéticos). Estos sintéticos especiales entrarán en contacto con una familia británica “tipo” que verá su vida transformada por su afinidad y posición en relación a la condición humana de los mismos, y por tanto, a sus derechos. En la segunda temporada, la cuestión de los derechos de los sintéticos pasa a primer plano, junto con la posibilidad de recrear por software la consciencia de forma similar a los prototipos, a la vez que se introduce la apasionante figura de los synthies, jóvenes que emulan como forma de vida el comportamiento de los sintéticos, ya que consideran que su manera educada y automatizada de comportarse hace más fácil las relaciones humanas (esta idea merecería ya por sí sola otro COMeIN). En la tercera temporada se exploran las consecuencias del “despertar” masivo a la conciencia de los sintéticos, que se convierten en proscritos o refugiados al ser acusados de los errores que, a causa de su despertar repentino, provocaron centenares de miles de víctimas accidentales en todo el mundo. Una nueva generación de sintéticos “seguros”, con ojos naranjas en lugar de verdes, toman el relevo doméstico e industrial, a la vez que un grupo terrorista radical de sintéticos de ojos verdes amenazan con la venganza por el mal trato recibido. Aunque Humans aborda cuestiones en la frontera de la especulación tecnológica como la transferencia digital de la consciencia y su reintegración a un cuerpo sintético, así como el progreso de la inteligencia artificial, su principal objetivo es explotar multitud de temas sociales a través de la actitud de los humanos hacia los sintéticos y, en la tercera temporada, también viceversa: el abuso a los sintéticos tratados como “cosas” a pesar de su apariencia humana, la cuestión de si una vez “despiertos” merecen derechos básicos, la inmigración de sintéticos de países con peores condiciones a otros, la justificación de la violencia y la actitud de los oprimidos hacia los opresores, la posibilidad de integración y hermandad entre humanos y sintéticos, la reacción “ludita” de muchos humanos que pierden su trabajo por culpa de los sintéticos o que se organizan para vivir en zonas “libres de sintéticos”, incluso los sintéticos que deciden pasar desapercibidos como humanos, aprendiendo a “ser menos eficientes” para coexistir…
Algunos de estos temas aparecen también en la más popular y laberíntica Westworld (HBO, 2016- ), adaptación, esta vez, del universo cinematográfico creado por Michael Crichton a principios de los setenta y en el que se muestra el parque de entretenimiento definitivo, Delos, en el que los humanos, denominados invitados vienen a liberar sus instintos más primarios en entornos poblados por anfitriones, que sufren abusos y son masacrados sin piedad como piezas de las narrativas de entretenimiento diseñadas en el parque, del que se nos muestra fundamentalmente el ambientado en el (muy) salvaje Oeste. Tras cada “ciclo”, los anfitriones son reseteados de manera que vuelven a su rutina cotidiana sin recuerdos de lo que han sufrido, aunque esto se va revelando como no siempre cierto. En la segunda temporada, los anfitriones se encuentran liberados de su “narrativa” y toman el parque a sangre y fuego liderados por la autoconsciente Dolores, convertida en ángel de venganza. A esto cabe añadirle la multitud de tramas y líneas de tiempo entrelazadas que constituyen la alambicada narrativa de la serie. En Westworld, la línea que separa los humanos de los “sintéticos” es mucho más fina, hasta el punto que parte de las muchas revelaciones que constituyen la serie pasan por reevaluar la naturaleza de algunos de sus personajes. Y de nuevo, el desprecio al “otro”, despojado de identidad para servir al entretenimiento en un mundo en el que, como exclama furiosa Dolores, «Creyeron que podríais hacernos lo que quisierais porque no había nadie que pudiera juzgaros».
Más allá de las cuestiones personales sobre la libertad, la consciencia o la identidad, no es difícil ver en estas coincidencias una reflexión sobre los desequilibrios sociales dentro y fuera de los límites territoriales de los países ricos (Suecia, Reino Unido, Estados Unidos), la explotación y el control sobre las personas (y por supuesto el sexismo, presente en ambas series), y también los flujos migratorios, la insensibilidad ante las crisis humanitarias y los refugiados (particularmente en Humans), el neoliberalismo que ofrece para quien lo pueda pagar o bien la maternidad (en Humans), ocio sin límites ni preguntas (en Westworld, hasta que las respuestas explotan en su cara) o quizás una forma de eternidad digital (ambas). Y de ahí al recurso a la violencia y al terrorismo. La relevancia de estas series es un buen reflejo de muchas inquietudes contemporáneas, fundamentalmente de lo que significa vivir en un mundo que hacemos avanzar rápido sin pensar en las consecuencias y de cómo convertimos nuestras dependencias en aquello que nos aterra (y a la inversa).
Para saber más:
Roig, Antoni (2017). El despertar de las máquinas. Editorial UOC.
Banda sonora:
Cita recomendada
ROIG, Antoni. Tú, robot. COMeIN [en línea], julio 2018, núm. 79. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n79.1856