La información y conceptos relacionados no se encuentran suficientemente incorporados en la teoría ni, todavía menos, en la práctica económica. Esto comporta dificultades para comprender la economía real, tal y cómo se desarrolla actualmente, en entornos altamente intensivos en información digital.
En noruego hay una considerable cantidad de nombres para denominar las respectivas variantes de aquello que en nuestra lengua se llama simplemente nieve. Los tuaregs, a su vez, usan multitud de términos para referirse a variantes de lo que para nosotros son simplemente dunas. En casos como estos, no se trata tanto de una utilización meramente artística o poética de la lengua, como de la conveniente adaptación práctica de esta a las necesidades humanas en un determinado entorno. Así, la distinción entre diferentes tipologías de dunas o de nieve facilita el conocimiento sobre los potenciales peligros u oportunidades que cada una implica. Esta adaptación se ha ido logrando progresivamente, a lo largo de generaciones humanas en un hábitat determinado.
Ahora bien, ¿los términos de nuestra lengua, y sobre todo el uso real que hacemos de ellos, están hoy a la altura, para comprender unos entornos intensivos en información digital? Podemos dudarlo. De hecho, a nivel coloquial, podríamos detectar confusión o desconocimiento sobre términos como información, comunicación, conocimiento, datos. Y todavía encontraríamos más desbarajuste respeto a propiedades o atributos relacionados con la información, como pueden ser fiabilidad, originalidad, pertinencia, relevancia, veracidad, visibilidad.
No solamente a nivel coloquial se produce esta situación. Sino que también la teoría (y la práctica) económica se resienten de ello. De hecho, esta situación tiene sus precedentes remotos en los orígenes de la ciencia económica actual, con Adam Smith y compañía en el siglo XVIII. Es decir, con los llamados economistas clásicos. Entonces, el papel de intangibles como la información y el conocimiento no se contemplaba como elementos clave de trabajo a optimizar, sino que se consideraba implícito o bien se daba por supuesto, lo cual tenía cierta lógica, en el contexto de una economía dedicada a la producción de productos tangibles mediante recursos tangibles. Es decir, una economía poco informacionalizada, donde poca necesidad había de esta conceptualización.
En la medida que el entorno socieconómico se iba informacionalizando a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, unos cuántos economistas han trabajado para integrar la información plenamente en la economía como factor de trabajo. En esta línea destacan nombres como por ejemplo Herbert Simon, Oliver Williamson, Carl Shapiro, Hal Varian, Jack Hishleifer o John Riley. Incluso entre los representantes de esta línea de trabajo, no se logra una clara distinción entre datos, información y conocimiento. Con todo, sus aportaciones conceptuales han sido estimables, respecto a cuestiones como las limitaciones humanas para obtener y procesar información, las asimetrías de información y sus implicaciones, el tratamiento de la incertidumbre, el papel del conocimiento (ya sea documentado o tácito) en la producción. Pero la influencia de este pensamiento en el diseño de políticas económicas y toma de decisiones políticas ha sido escasa.
De hecho, las políticas macroeconómicas dominantes las últimas décadas no parten del pensamiento de economistas como los que acabamos de mencionar, sino más bien de unas bases intelectuales muy diferentes. Los modelos teóricos que han servido (y sirven) para la elaboración de políticas macroeconómicas se fundamentan principalmente en la corriente de pensamiento económico llamado neoclásico, que como su nombre indica recupera muchos elementos de los fundadores de la economía del siglo XVIII. En concreto, estos modelos tienen como premisas que la información se encuentra simétricamente distribuida entre los actores económicos, que fluye fácilmente y que se utiliza de forma estrictamente racional en la toma de decisiones. Por lo tanto, consideran que viene dada y no es un elemento a trabajar y optimizar.
El propio hecho de conceptualizar un modelo, implica definir unas premisas y de alguna manera simplificar la realidad para poderla estudiar mejor. Ahora bien, estas premisas que acabamos de mencionar, seguramente pertinentes en un contexto diferente al actual, es más que dudoso que puedan ser útiles en una economía informacional como la que se ha ido creando en las últimas décadas. Como mínimo, son contradictorias con nuestra experiencia cotidiana respecto el funcionamiento del sistema financiero, Internet, etc.
Hace muchas generaciones, los noruegos entendieron que la nieve era muy importante para ellos, y los tuaregs entendieron que las dunas eran muy importantes para ellos, incluso cuestión de supervivencia. En consecuencia, las fueron incorporando adecuadamente en su lenguaje cotidiano (y por lo tanto en su base de conocimiento colectivo). Semejantemente, corresponde a nuestra generación entender como sociedad la importancia económica de la información y conceptos relacionados, para integrarlos cuanto antes de la forma más conveniente en todo aquello donde corresponda.
Para saber más:
Krugman, P. (2009). How did economists get it so wrong?. The New York Times, September 2, 2009.
Boisot, M.; Canals, A. (2004). Data, information and knowledge: have we got it right? IN3-UOC Working Paper.
Cita recomendada
COBARSÍ-MORALES, Josep. Información en economía: una mejor conceptualización es posible (y necesaria). COMeIN [en línea], abril 2013, núm. 21. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n21.1325
Profesor de los Estudios de Informática, Multimedia y Telecomunicación de la UOC
@jcobarsi