China en la carrera por la hegemonía mundial
Hace veinte años China era una economía emergente, con unos desequilibrios regionales y sociales evidentes y una clase media incipiente. Productos chinos muy económicos y de baja calidad inundaban los mercados mundiales y llegaban al público en las tiendas de todo a cien. Cuando se implantó el euro, estos populares establecimientos adaptaron el nombre a la nueva moneda. Pero con los años no solo se produjo un cambio de nombre. Poco a poco, estos locales regentados por chinos comenzaron a incorporar nuevos productos. Los cachivaches de plástico barato dejaron lugar a productos cada vez más elaborados, mejor adaptados a los intereses locales, y los estantes metálicos llenos de cajas apiladas torpemente cedieron su lugar a espacios más amplios, mejor distribuidos y bien iluminados. Hoy en día los todo a cien y todo a un euro empiezan a escasear. Sus herederos son los bazares, ciertamente llenos de productos económicos, pero ya no tanto, cada vez de mejor calidad, no necesariamente hechos en China. A menudo cuentan con trabajadores que atienden en un perfecto catalán o castellano, ya sean hijos de los primeros inmigrantes o trabajadores locales. En un modelo de negocio que ya no toma la unidad familiar como base, se trata de tiendas a veces especializadas en determinados sectores, como la ferretería, el mueble auxiliar o, especialmente, la electrónica.
Este cambio en la fachada que nos es más cercana de la economía china responde a transformaciones profundas en el sistema productivo y social impulsado por el Gobierno de la República Popular de China. La imagen de una economía basada en la imitación, la copia e incluso la falsificación tan común hace veinte años está siendo sustituida por la de una potencia innovadora, con marcas que en pocos años han pasado de ofrecer productos low cost a competir con las grandes compañías de las principales economías mundiales. El desarrollo de la tecnología 5G y toda la polémica que la rodea es solo la punta de un iceberg que hace dos décadas era inconcebible para muchos. En un tiempo récord, China ha pasado de ser un país cerrado a los mercados a convertirse en un suministrador de manufacturas baratas y finalmente a ser un competidor directo de Estados Unidos, una economía que parecía destinada a seguir dominando el mundo de forma indefinida y sin rival. La guerra económica que empezó hace año y medio entre ambos países es solo un reflejo de cómo el statu quo económico y político mundial está cambiando, y de lo difícil que es digerir para las economías occidentales, especialmente la estadounidense, la llegada de un nuevo competidor que parece no tener fin.
¿Cómo ha conseguido China asumir este protagonismo a escala mundial? A menudo se ha acusado al Gobierno chino de edificar su desarrollo a partir de un sistema político sin las restricciones a que se ven sometidos los países democráticos. Las protestas de Hong Kong son un testimonio de las tensiones internas que existen en China, aunque allí donde la maquinaria totalitaria del régimen de Pekín se muestra con toda su crudeza —y donde el silencio de los medios occidentales es más elocuente— es en la región autónoma de Xinjiang, donde la minoría uigur es asediada y donde, según testigos y los documentos oficiales filtrados en lo que se conoce como Xinjiang leaks, más de un millón de musulmanes han sido recluidos en campos de reeducación. Sin embargo, la inmensa mayoría de los 1.400 millones de chinos, que han visto como su vida ha experimentado un auténtico salto adelante en el transcurso de una sola generación, se sienten identificados con los planes e incluso las formas de su gobierno. La falta de democracia no es un tema que preocupe a la mayoría de ciudadanos de la República Popular.
Se ha acusado también China de ser un poder neocolonial en África y Latinoamérica, donde las inversiones chinas han aumentado exponencialmente —lo que no se menciona es que la inversión directa china en estos continentes sigue lejos de la de Estados Unidos, o que su modelo de inversiones poco tiene que ver con el de las antiguas potencias coloniales, algunas de las cuales siguen interfiriendo en la vida política de muchos de estos países. Es evidente que China se asegura el acceso a materias primas estratégicas y mercados de futuro en estos dos continentes. De forma similar, se erige como poder económico dominante en el continente euroasiático, especialmente por medio de la iniciativa La franja y la ruta, un ambicioso intento de desarrollo de infraestructuras que debe permitir a China revivir el papel clave que desempeñó en la antigua ruta de la seda, siempre con unos parámetros que Pekín define como de convivencia armónica y enriquecedora —cultural y económicamente— para todos los participantes, incluyendo las principales potencias europeas. La adhesión a esta iniciativa de algunos aliados tradicionales de Estados Unidos muestra que los equilibrios geoestratégicos que quedaron configurados tras la guerra fría se van redefiniendo completamente. Huelga decir que el hecho de que esta redefinición no responda al dictado de Washington se ve como una amenaza alarmante para Estados Unidos.
Estos movimientos en el exterior son un reflejo de lo que ocurre en el interior. Los últimos planes del Gobierno chino han sido dirigidos a cambiar el modelo económico, desde la exportación que había sido la base del crecimiento chino de las últimas décadas hasta el estímulo del consumo interno. Esto se ha interpretado como un intento de dejar de depender de los mercados mundiales, aunque en realidad este cambio es una muestra de la consolidación de la clase media china. El poder adquisitivo de los chinos ha aumentado y está ya en los 4.500 dólares per cápita, una cifra aparentemente modesta pero que en un país aún con importantes desequilibrios regionales implica que una parte de la población goza de una capacidad de consumo mucho mayor. La mejor plasmación de este cambio la encontramos en el gran número de comercios que dispone de personal capacitado para atender a los turistas chinos que desde hace unos años inundan las ciudades europeas —China es el máximo emisor de viajeros del mundo, aunque España todavía sea uno de los destinos menos escogidos por los chinos.
El hecho de que 1.400 millones de ciudadanos chinos se acerquen a los estándares occidentales de consumo implica cambios inevitables en el orden internacional. China es ya la primera economía del mundo. La actual guerra comercial con Estados Unidos pone de manifiesto que es capaz de disputarle la hegemonía económica y política mundial, incluso en un espacio tan exclusivo como el de la investigación y la innovación. Las universidades chinas poseen una población de veinte millones de estudiantes —cifra similar a la de Estados Unidos—, y la inversión china —mayoritariamente privada— en investigación y desarrollo es equiparable a la del conjunto de Europa y solo el gigante americano la supera, aunque la brecha se reduce año tras año. Lo mismo puede decirse del impacto científico, ámbito en el que ha emergido en una década y media como gran potencia y se ha situado ya en segundo lugar. Otras cifras son muy aclaratorias del papel que va a desempeñar China a escala mundial en los próximos años. Actualmente ya es el país con un mayor volumen de comercio electrónico; ha igualado a Estados Unidos en el valor de las compañías unicornio —las start-ups valoradas en más de mil millones de dólares—; los planes estatales proyectan que en 2030 será ya líder mundial en inteligencia artificial, y que en el mismo año se habrá convertido en una superpotencia espacial, sector considerado clave para el desarrollo económico del país —recordemos que la primera nave no tripulada en conseguir alunizar sobre la cara oculta de la Luna en enero de 2019 era china.
En otras palabras, la lucha por la hegemonía mundial en la próxima década será aún más disputada y todo apunta a que en algunos sectores China conseguirá romper de forma definitiva la supremacía estadounidense. ¿Significa esto que China tiene un papel desestabilizador del orden internacional? Lo cierto es que el tono del Gobierno chino en el escenario internacional es calculadamente conciliador y amistoso, muy alejado de la beligerancia mostrada a menudo por Washington. Pero China ha sido objeto de acusaciones de prácticas comerciales desleales, espionaje tecnológico o manipulación financiera, constantes en los últimos años, que han ido siempre acompañadas de una crítica por la falta de cambios políticos en el país y el estricto control de la esfera pública que ejerce el Estado chino. Estos hechos se consideran el principal escollo para que China pueda ser aceptada como un competidor legítimo. Sin embargo, aunque es evidente la deuda pendiente que China tiene en relación con derechos fundamentales, sabemos que la falta de valores democráticos nunca ha sido un impedimento para que las democracias occidentales se aliaran con dictaduras de todos los colores.
A principios de este milenio se especulaba que la actual generación de dirigentes chinos, entonces solo jóvenes cuadros que despuntaban en el Partido Comunista Chino, podría ser la que iniciaría el camino de los cambios políticos que han sido tema tabú desde los hechos de Tiananmén de 1989. La realidad ha sido bien distinta. El actual presidente Xi Jinping se ha perpetuado en el poder y acumula todos los máximos cargos del Estado y el Partido Comunista Chino. Está claro que en esta próxima década pocos cambios políticos podemos esperar, y más cuando esta es una demanda más externa que interna. La cuestión medioambiental, la desigualdad social, la corrupción o la inseguridad son los principales problemas que aparecen en las listas de preocupaciones de los ciudadanos chinos, problemáticas a las que el Gobierno chino dedica grandes esfuerzos, a menudo por medio de campañas nacionales grandilocuentes. Significativamente, la falta de democracia no les preocupa especialmente —aquí el control que ejerce el Estado sobre los medios de comunicación en determinados temas clave es fundamental. La confianza que los ciudadanos chinos tienen en su propio gobierno y en su capacidad para superar estos problemas sería muy difícil de encontrar en las democracias consolidadas de Occidente.
Todo parece indicar, pues, que la actual guerra económica que Estados Unidos mantiene con China marcará el tono de los próximos años. Washington debe decidir si acepta que China ocupe en el escenario internacional el espacio que le corresponde a su economía, población e influencia global, y por lo tanto si cede parte de los privilegios de los que goza, o si quiere hacer ver que China no ha cambiado en los últimos veinte años y le sigue otorgando un espacio secundario. El argumento de la competencia desleal en los mercados y la vulneración de los derechos humanos dentro de sus fronteras será la clave que le permitirá negar la evidencia.
Expertos UOC
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