Número 91 (septiembre de 2019)

Sin pacto: 10 razones para el desencuentro (I)

Ferran Lalueza

El resultado de las elecciones generales celebradas el pasado 28 de abril no otorgó a ningún partido la capacidad de formar gobierno sin contar con apoyos sustanciales de otras formaciones. Se requerían pactos. Los cinco meses transcurridos desde entonces sólo han servido para evidenciar la flagrante incapacidad de los líderes políticos a la hora de alcanzar acuerdos desbloqueantes, lo cual nos aboca a unos nuevos comicios: los cuartos en cuatro años. ¿Por qué? 

En teoría, nadie quería repetir elecciones. El coste de una nueva cita electoral (estimado en unos 140 millones de euros), la inoperancia que conlleva tener el país moviéndose al ralentí con un gobierno en funciones y la desafección generada en un electorado cada vez más consciente de la desalentadora inutilidad de su voto, por tanto, deberían haber servido de acicate a los políticos de turno para desbloquear la situación con acuerdos que permitieran arrancar la legislatura y pasar pantalla. Pero no fue así.
 
Vencidos todos los plazos que marca la normativa y ya fulminadas incluso las más recalcitrantes esperanzas puestas en un acuerdo in extremis, el escenario de unas nuevas elecciones acabó materializándose. Los analistas, los medios de comunicación, las redes sociales y, de hecho, la ciudadanía en general nos apresuramos a afear a los políticos su ineptitud para el pacto. 
 
Sin embargo, y sin descartar en absoluto que la ineptitud tuviera cierto peso en el clamoroso fracaso negociador, un análisis más profundo y sosegado arroja al menos diez motivos por los que ese denostado desencuentro resultaba totalmente previsible. En esta primera entrega del artículo abordaremos dos de ellos.
 
El primer obstáculo para la consecución de un pacto es que la desafección que tanto lamentan los políticos en su discurso público a menudo es aceptada o incluso buscada por sus estrategas de marketing electoral. Cuando el ciudadano ve que el juego que ha repartido con su voto no da pie a un determinado escenario político –el que sea–, sino que los partidos deciden en un momento dado romper la baraja y reclamar que se les brinden cartas nuevas, la sensación de que votar no sirve de gran cosa es inevitable. Y, de ahí a la abstención, apenas hay un paso.
 
En consecuencia, la voluntad de evitar la desafección podría ser un factor propiciador de pactos si no fuera porque los partidos a menudo consideran que el desánimo del votante puede beneficiarles. En un contexto de mucha polarización y grandes dificultades para obtener mayorías claras, muchas veces la estrategia ya no pasa por conseguir que quien vota al adversario ahora me vote a mí (cosa que con frecuencia resulta impensable), sino que se focaliza en conseguir que el hartazgo invada al votante no afín hasta el punto de mantenerlo alejado de las urnas.
 
Esa fue justamente la estrategia empleada por los spin doctors de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales estadounidenses. Conscientes del insalvable repelús que provocaba el candidato republicano en muchos sectores del electorado, jugaron a desmovilizar al potencial votante de Hillary Clinton más que a intentar conquistarlo para su causa. Y funcionó.
 
En contra de lo que se desprende de sus proclamas, pues, la desafección preocupa poco a los partidos políticos, al menos en el corto plazo más tactista. Confían en que la campaña electoral les permitirá movilizar una vez más a su electorado y maximizar así los votos obtenidos. En cambio, en lo que respecta al electorado radicalmente opuesto (el que jamás les será afín), haber provocado su desánimo puede ser visto incluso como una victoria.
 
La segunda traba que ha contribuido a impedir un desenlace feliz en la negociación entre partidos es que la responsabilidad del fracaso que supone no haber alcanzado un acuerdo es una responsabilidad difusa. La no consecución de un pacto sin duda ha provocado enfado y rechazo en buena parte del electorado, pero no está tan claro que ese enfado vaya a concentrarse en una formación política en particular a la hora de pasar factura.
 
Por definición, un pacto siempre implica al menos a dos partes. En consecuencia, cuando no se llega a acuerdo alguno, siempre existe una duda razonable respecto a cuál de las partes ha hecho todo lo posible para hacerlo factible y cuál ha aplicado en cambio una estrategia obstruccionista.
 
No resulta sorprendente, por tanto, que los partidos políticos evidenciaran mucho más interés en dominar el relato sobre cuán arduos eran sus esfuerzos para propiciar un pacto que en hacer realidad ese quimérico pacto. La extemporánea oferta que hizo Ciudadanos al Partido Socialista ya en tiempo de descuento (la abstención en una eventual investidura a cambio del cumplimiento de tres condiciones), por ejemplo, sólo puede interpretarse en esa clave. 
 
Lo importante no es que haya un acuerdo; lo realmente esencial es que no parezca que, si no lo hay, ha sido por culpa de uno. Tanto en la negociación directa como, sobre todo, en las propuestas lanzadas desde cualquier tribuna pública por los portavoces de cada formación, hubo mucho más de escenificación que de voluntad real de acercar posiciones. En un momento que probablemente requería gestos heroicos (lo que se ha dado en llamar sentido de Estado), los protagonistas se conformaron con no aparecer como el malo de la película.
 
En la entrega venidera de este artículo abordaremos otros factores que han propiciado que el próximo 10 de noviembre volvamos a estar convocados a las urnas.
 

Cita recomendada

LALUEZA, Ferran. Sin pacto: 10 razones para el desencuentro (I). COMeIN [en línea], septiembre 2019, n. 91. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n91.1961

 

comunicación política;  relaciones públicas; 
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