Número 89 (junio de 2019)

Unicornios

Amalia Creus

Hace dos meses comparto mi casa con unos cuantos unicornios. Ante mi asombro se han instalado cómodamente en los rincones más insospechados de la casa. Revolotean por el patio, se esconden en los armarios y en las cajas de galletas, asoman sus hocicos entre las flores del jardín y los cojines de la habitación de Sara. Es ella, Sara, quien me explica, con la irreverente sabiduría de una niña de cuatro años, que los unicornios son animales mágicos, que vuelan y que viven en el bosque, donde hablan un idioma raro y se alimentan de flores y helados de color rosa.

Las representaciones más antiguas que se conocen del unicornio se encuentran en las primeras obras de arte mesopotámicas y en mitos ancestrales de la India y de la China. Ctesias, médico e historiador griego, describía en el siglo V a.C. un asno salvaje con ojos de ciervo, cuerpo de caballo y un único cuerno. En efecto, los antiguos griegos creyeron en su existencia real y escribieron sobre ellos en libros de historia natural, donde los unicornios aparecen como criaturas salvajes y poco agraciadas. 
 
Muy diferente es su versión moderna, azucarada y teñida de rosa, que invade habitaciones infantiles en forma de peluches, cojines, collares y pegatinas brillantes. Hoy los unicornios ya no tienen que ser atraídos de los bosques mágicos por doncellas vírgenes; se compran en internet, en cadenas de ropa y en grandes superficies. Se han transformado en una fuente inagotable para la industria de productos para niños (y no tan niños), aunque tampoco esto es una novedad. La escritora e historiadora Natalia Lawrence, en el interesante artículo titulado Unicorns and Snowflakes, a history, pone entre otros ejemplo el efusivo comercio de polvos y vajillas de cuerno de unicornio que floreció en Europa en el siglo XVI, cuando este se consideraba un antídoto eficaz contra todo tipo de venenos. De una forma u otra, lo cierto es que el valor comercial de esta bestia mística se ha mantenido y transmutado durante siglos hasta la actualidad, sea como panacea medicinal, pornografía o peluches. 
 
Pero Sara los adora, y vuela con ellos a lugares fascinantes. De alguna forma, están ahí para recordarme que la fantasía es el territorio natural de la infancia, ese espacio movedizo y mágico al que los niños recurren comprender y recrear el mundo que le rodea. Los unicornios, igual que hadas, brujas, guerreros o dragones, permiten a los niños llenar los vacíos entre conocimiento, realidad, creando un entorno intimo en el que puede establecer las propias reglas, personajes y relaciones. No tanto a modo de evasión, sino como un espacio de experimentación en el que hacerse preguntas y probar respuestas en un entorno protegido de riesgos y consecuencias. 
 
Sara está creciendo en la era de los unicornios, y la verdad es que no sé muy bien cómo sentirme al respecto. Son tan rosas y brillantes, como tantos otros hits de la cultura de la niña princesa. Para algunos, además, el unicornio moderno es el imaginario perfecto para una generación que busca evadirse de un mundo en que la realidad suele ser mucho menos colorida y azucarada. Me preocupa. Pero luego pienso que la imaginación y la fantasía, son unos de los pocos reductos de libertad que les queda a los niños en un mundo de padres helicóptero e infancia hiper controlada. Es su espacio, dejo que vuele.  
 
 
Cita recomendada: CREUS, Amalia. Unicornios. COMeIN [en línea], junio 2019, no. 89. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n89.1945
 
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