Llamamos empatía a nuestra tendencia intuitiva a percibir y compartir sentimientos o experiencias ajenas. Se trata de una capacidad cognitiva que nos permite imaginar lo que sentiríamos en la situación de otra persona o, en términos metafóricos, ver con sus gafas o caminar con sus zapatos. Entre los expertos en el tema prevalece el consenso de que la empatía, en dosis apropiadas, es un ingrediente fundamental de las relaciones sociales positivas: mejora nuestra capacidad de escucha, ayuda a superar prejuicios, tiende a hacernos más respetuosos con las conductas y la opinión de los demás y, al menos en el caso de las ratas, también potencia la ayuda mutua y la solidaridad.
Podríamos suponer que en un mundo cada vez más global y conectado crece nuestra capacidad de empatía. Al fin y al cabo, abrirnos al mundo supone también abrirnos a la comprensión de la diferencia. Es innegable que las tecnologías y los medios digitales nos ofrecen posibilidades sin precedentes de conocer lugares, experiencias y situaciones a las cuales muchos no tendríamos acceso de forma directa. La literatura, el cine, la televisión, internet, nos han expuesto progresivamente a distintas realidades, y no en pocas ocasiones con imágenes sobrecogedoras. ¿Pero nos hace todo ello más empáticos?
La respuesta no es tan evidente. Investigaciones recientes sugieren que detrás de toda esta comunicación y conexión, algo se está perdiendo. Un ejemplo lo pone el Instituto de Investigación Social de la Universidad de Michigan.
En un estudio sobre el nivel de empatía de jóvenes universitarios, detecta que este ha bajado en un 40% desde los años ochenta. De acuerdo con sus hallazgos, los estudiantes de hoy son menos propensos a expresar sentimientos de preocupación hacia los demás, mientras reconocen que las desgracias de otras personas no les afectan de forma significativa. Una nueva generación de universitarios que admite airosa estar siempre al tanto de lo que se cuece en las redes sociales, pero toda esa conexión no parece traducirse en un interés genuino por el mundo y por los demás.
Muchos son los autores y estudiosos que intentan desgranar algunas de las causas de esta aparente crisis d’empatía.
Paul Saffo, tecnólogo, futurista y profesor de la
Stanford University, señala que desde que internet nos permite navegar en un vasto y movedizo cibermar de información, hemos tendido a saturarnos con fuentes y contenidos que refuerzan nuestra perspectiva de la realidad. «Hoy cada uno de nosotros tiene la posibilidad de crear su propio jardín digital en el que podemos permanecer cómodamente rodeados de discursos que reafirman nuestra mirada, dejando fuera todo aquello que entra en conflicto con nuestra visión del mundo».
En esta misma línea de reflexión el escritor americano
Jonathan Safran Foer señala que una explicación podría encontrarse en la transformación del tiempo en nuestros hábitos de consumo cultural. «Los sociólogos que estudian la empatía y la compasión —dice Foer— están descubriendo que, pese a que respondemos de manera inmediata al dolor físico, nuestro cerebro necesita tiempo para comprender las dimensiones sicológicas y morales de una situación de sufrimiento». Poniéndolo en términos simples, cuanto más se aceleran los procesos, cuanto más dispersos estamos, cuanto más énfasis ponemos en la velocidad a expensas de la profundidad, menos dispuestos y preparados estamos para empatizar con una situación que no vivimos en nuestra propia piel. Como dijo
Simone Weil, la atención se ha transformado en una rara y auténtica forma de generosidad. Para empatizar hace falta mirar con atención, escuchar con atención, pensar con atención. Dicho de otro modo, requiere tiempo y profundidad.
Por otra parte, nada de esto debería hacernos olvidar el innegable potencial de las
tecnologías digitales para generar compromiso empático. Iniciativas como el
Museo de la empatía con proyectos tan interesantes como la exposición ambulante
A mile in my shoes, en la que se invita al público a, literalmente, caminar una milla con los zapatos de otra persona mientras escucha su historia vital. O la
app social
Verona, que apuesta por el encuentro amoroso entre personas que, por cuestiones políticas o religiosas, muy poco piensan tener en común. O el proyecto
Hello Peace, una línea telefónica abierta que invita a conversar a israelíes y palestinos, impulsado por familias de unos y otros víctimas del conflicto. O el espectáculo de teatro documental audiovisual
Minefield, en el que excombatientes de ambos bandos de la guerra de las Malvinas comparten sus memorias en un mismo escenario.
Anunciando los resultados de su experimento sobre el comportamiento social de las ratas, Peggy Mason, investigadora principal del proyecto, dijo que lo que más sorprendió a su equipo fue que las ratas actuaran sin ningún otro estímulo del que les podría provocar el simple hecho de ayudar a otro individuo de su misma especie. Podríamos pensar, no sin cierta razón, que hacemos trampa al comparar el comportamiento prosocial de roedores con lo que hacemos los humanos, hasta donde se sabe, seres infinitamente más complejos y reflexivos que las ratas. Pero la anécdota no deja de ser interesante. Por lo menos, podría servir para preguntarnos, desde nuestra humana superioridad, cuán dispuestos realmente estamos a abrir jaulas o compartir el chocolate.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. El comportamiento social de las ratas. COMeIN [en línea], octubre 2017, núm. 70. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n70.1762