Número 52 (febrero de 2016)

¿Matarías por un iPhone?

Ferran Lalueza

Apple es una marca que enamora a muchos. Sin embargo, ni siquiera aquellos que metafóricamente matarían por un iPhone podrán permanecer indiferentes a la realidad que acaba de desvelar Amnistía Internacional: decenas de personas mueren cada año extrayendo el mineral empleado en la fabricación de las baterías de estos adorados smartphones.

Durante la última década, Apple ha desarrollado intensamente un programa de responsabilidad de proveedores orientado a evidenciar su compromiso con los derechos laborales y los derechos humanos en toda su cadena de suministro. Ahora, la efectividad de dicho programa ha sido descarnadamente cuestionada por el informe “This is what we die for: Human rights abuses in the Democratic Republic of the Congo power the global trade in cobalt”, elaborado por Amnistía Internacional (AI) y la ONG congoleña African Resources Watch (Afrewatch).

 

Trabajo infantil que involucra incluso a niños de 7 años; graves riesgos para la salud a largo plazo; jornadas laborales de 12 horas a cambio de ‒a lo sumo en el caso de los niños‒ un par de dólares diarios; carencia de equipos de protección tan elementales como mascarillas, guantes o ropa de trabajo; formación específica inexistente e índices de siniestralidad espeluznantes (los 80 muertos oficialmente registrados en los últimos 16 meses apenas serían la punta del iceberg, dado que a menudo los accidentes no se reportan y los cadáveres se ocultan). Éste es el panorama que AI describe en un informe que denuncia las deplorables condiciones de trabajo de las explotaciones mineras ubicadas en la zona sur de la República Democrática del Congo y que incluye 38 menciones a Apple.

 

Más de la mitad del cobalto que se produce en el mundo es extraído de esas minas congoleñas. Después, es adquirido como materia prima por diversas empresas chinas y surcoreanas que fabrican componentes de baterías de iones de litio. Los fabricantes de baterías para smartphones que compran tales componentes son, a su vez, proveedores de las grandes multinacionales del sector como Apple, Samsung o Sony. Así, sin requerir ni siquiera los canónicos seis enlaces que establece la teoría de los seis grados de separación, el demoledor informe de Amnistía Internacional vincula al niño congoleño explotado en una claustrofóbica mina de Kolwezi con el directivo repantigado en su soleado despacho de Cupertino.

 

Apple es un ejemplo paradigmático de lo que en la pasada década se categorizó como lovemark; una marca que por encima de cualquier consideración racional desata pasiones, genera emociones y provoca adhesiones inquebrantables entre sus adeptos (lo que algunos denominan la tribu). Es una marca con la que millones de personas sintonizan en todo el mundo porque comparten su filosofía, su modo de entender la vida y, en definitiva, sus valores. Estos valores se sintetizan en la aspiración fundacional a “dejar un mundo mejor que el que encontramos”, una declaración de intenciones que es sistemáticamente reiterada –a modo de mantra– en la actividad comunicativa de la compañía: desde las entrevistas concedidas por su actual CEO, Tim Cook, hasta el boilerplate de sus notas de prensa pasando por el descriptor genérico de sus ofertas de trabajo.

 

Apple lo sabe: son los valores compartidos los que sustentan su comunidad de fieles consumidores y usuarios. Dado que mantener la estima y el respecto de sus seguidores constituye un objetivo estratégico crucial para la compañía californiana, no sorprende que se esfuerce en ser percibida como una organización socialmente responsable en todos los aspectos que resultan relevantes para sus stakeholders: la protección del medioambiente, la dignidad tanto de sus trabajadores directos como de los trabajadores de toda su cadena de suministro, la accesibilidad para las personas con necesidades especiales, las garantías de privacidad, el compromiso con la educación… Sin embargo, los valores no se sostienen con proclamas sino con hechos, y la responsabilidad social corporativa de Apple no ha resultado suficientemente sólida para gestionar con garantías el riesgo reputacional derivado de las denuncias de AI.

 

Para una compañía que en materia de proveedores presume de máxima transparencia y expresa su confianza en “servir de ejemplo a otras muchas empresas”, las acusaciones vertidas por Amnistía Internacional no son de fácil digestión. Tal vez es por ello que, desde la perspectiva de su imagen corporativa, hasta ahora la gestión que Apple ha hecho del issue dista mucho de ser modélica.

 

De entrada, su primer error radica en no haber previsto que la laxitud con la que ha supervisado las condiciones laborales de la cadena de suministro de sus proveedores de baterías constituía una bomba de relojería para la reputación de la marca. No estamos hablando de escatimar unos dólares en salarios. Estamos hablando de lacras como el trabajo infantil y de medidas de seguridad tan deficientes –cuando no inexistentes– que se cobran decenas y decenas de vidas cada año.

 

Su segundo error es el de no haber dado respuesta satisfactoria a las demandas de información que AI hizo llegar a las empresas implicadas en el escándalo antes de hacer público el informe. Apple ni asumió responsabilidades ni desmintió las acusaciones. Se limitó a afirmar que actualmente está evaluando los riesgos laborales y medioambientales asociados a la extracción del cobalto entre otras muchas materias primas así como “las oportunidades de generar cambios efectivos, escalables y sostenibles”. Una no-respuesta cuya vaguedad plantea de inmediato otra cuestión: ¿resulta creíble que Apple tenga dificultades para rastrear el origen del cobalto empleado para fabricar las baterías de sus productos si Amnistía Internacional en cambio puede documentar la trazabilidad de ese mineral con precisión casi quirúrgica? Mark Dummett, investigador de AI en materia de Empresas y Derechos Humanos, responde sin vacilar: si Amnistía Internacional puede hacerlo, las empresas afectadas también pueden.

 

Apple no es el bazar de la esquina; es una multinacional que una semana después de hacerse público el informe de AI anunciaba un beneficio trimestral récord de 18.400 millones de dólares. También es una compañía que se ha hecho célebre por cuidar los detalles y que asegura estar comprometida a escala global con la defensa de la igualdad y los derechos humanos en todos los eslabones de su cadena de suministro. No hay excusa, pues, para una actuación negligente en una cuestión tan sensible.

 

Y aún un tercer error en materia comunicativa: subestimar el impacto que puede tener la denuncia de Amnistía Internacional en la opinión pública. Mucho antes de que se acuñara el concepto de lovemark, el activismo social ya tejía complicidades a partir de valores compartidos (en el caso de AI, la defensa de los derechos humanos) y apuntaba a los resortes emocionales más que a la fría racionalidad buscando nuestra implicación. En este sentido, Amnistía Internacional podría llegar a batir a Apple en su propio terreno: el de las complicidades afectivas capaces de generar sentido de pertenencia.

 

Y es que no hay nada como los derechos humanos para hacernos sentir a todos parte de una misma tribu. Esa tribu que denominamos humanidad.

 

Para saber más:

 

Lalueza, Ferran (2014). “Responsabilidad social corporativa: las relaciones públicas profilácticas”. En: Túñez, Miguel; Costa-Sánchez, Carmen (eds.). Comunicación corporativa. Claves y escenarios, p.117-126. Barcelona: Editorial UOC.

 

Roberts, Kevin (2006). The Lovemarks effect: winning in the consumer revolution. Brooklyn (NY): PowerHouse Books.

 

Cita recomendada

LALUEZA, Ferran. ¿Matarías por un iPhone? COMeIN [en línea], febrero 2016, núm. 52. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n52.1608

comunicación de crisis;  responsabilidad social corporativa; 
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