A las 7:51 de una mañana de enero un joven vestido con camisa y pantalones vaqueros entró en una estación de metro en pleno corazón de Washington D. C., sacó un violín del estuche y, después de dejar caer unas cuantas monedas de su propio bolsillo, comenzó a interpretar una pieza clásica de Johann Sebastian Bach. En los siguientes cuarenta y tres minutos que duró su improvisado concierto, mil setenta personas pasaron indiferentes a su lado, siete se pararon a escucharlo, veinte le dieron propina y una lo reconoció. Cuando terminó de tocar Joshua Bell, uno de los virtuosos más cotizados y admirados del mundo, guardó su Stradivarius de tres millones y medio de dólares y caminó plácidamente hasta el hotel en el que solía desayunar. En la estación volvieron a reinar el silencio y el sonido sordo de pasos apresurados. Nadie se dio cuenta. Nadie aplaudió.
La historia es real. Ocurrió en el año 2007 y fue el resultado de un original experimento social sobre el gusto, la percepción y las prioridades de la gente que organizó el diario The Washington Post. La pregunta que proponía explorar el periodista Gene Weingarten, autor de este reportaje que le valdría un premio Pulitzer, era simple y poética a la vez: ¿en un ambiente banal, en un momento inoportuno, puede la belleza trascender?
Como toda gran obra periodística, la historia contada por Weingarten hizo eco en la prensa internacional, dando pie a apasionados debates sobre el sentido del arte, el papel del público y los complejos entramados de nuestras experiencias sensibles. Para algunos, quizás los más fatalistas, la escena de Joshua Bell tocando de incógnito en pleno corazón de la capital americana era la prueba definitiva de que la sociedad occidental había perdido su alma, retratada en la triste indiferencia de los transeúntes, incapaces de reconocer la belleza incluso cuando salta a la vista. Para otros, como el propio Weingarten, lo realmente interesante del experimento estaba en hacernos percibir el poder del contexto como elemento definitivo y definitorio de nuestra manera de entender y consumir arte. El periodista se pregunta: ¿seríamos capaces de apreciar o incluso detectar una acuarela de Turner si está colgada en la pared del restaurante en el que habitualmente comemos?, ¿nos pararíamos a ver una gran película de Godard si se proyecta en las pantallas de Piccadilly Circus? Y si no lo hacemos, ¿pierden estas manifestaciones su valor artístico?
Mucho se ha escrito sobre el aura en la obra de arte o sobre cómo la autoridad institucional de los espacios expositivos distancian lo artístico de lo cotidiano. John Dewey fue uno de los muchos pensadores que se dedicó a reflexionar sobre esta cuestión. En el libro El arte como experiencia nos invita a pensar los acontecimientos de la vida común en tanto que experiencias estéticas que generan placer, curiosidad o asombro de forma más vital y poderosa de lo que puede hacerlo un objeto encerrado en un museo. ¿Pero sabremos reconocer su valor? El experimento de Weingarten siembra algunas dudas. El siglo XXI se caracteriza, según algunos expertos, por la negación del disfrute del tiempo y la emergencia del hombre moderno como alguien que ya no se permite el placer de las cosas inútiles. En una época caracterizada por la velocidad, el consumo frenético y la oferta sobrecargada de estímulos, contenidos, oportunidades y bienes de todo tipo, pocas veces nos paramos a escuchar, sentir o divagar en los paisajes sonoros que nos rodean.
El 30 de septiembre de 2014, siete años después de su concierto de incógnito, Joshua Bell volvió a tocar en una estación de metro, esta vez en un concierto anunciado. Bajo focos y cámaras de medios de comunicación, interpretó durante treinta minutos piezas clásicas a una audiencia entregada que llenó el hall principal de Union Station. El objetivo, dijo Bell, era promover la educación musical (nueve de sus estudiantes lo acompañaron en el concierto). Seguramente fue también una buena oportunidad para promocionar su nuevo álbum, estrenado ese mismo día en un especial del canal de televisión HBO.
Solía decir Oscar Wilde que todo arte es completamente inútil. También decía que los placeres sencillos son el último refugio de la complejidad. Defensor incansable y mordaz de la belleza y del hedonismo, Wilde fue también un hombre incomprendido. Declarado culpable de difamación, fue encarcelado y obligado a realizar trabajos forzados, y murió solo e indigente en París a la edad de cuarenta y seis años. Nos dejó, sin embargo, su obra, y con ella una insistente invitación a recordar que el arte no se puede comprender a pasos apresurados.
Para saber más:
Dewey, J. (2008). El arte como experiencia. Barcelona: Paidós Ibérica.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. Sinfonía en re menor para pasos apresurados. COMeIN [en línea], noviembre 2015, núm. 49. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n49.1574
Profesora de Comunicación de la UOC
@amaliacreus