En las sociedades actuales, competitivas, frenéticas y saturadas de información, hay una demanda imperiosa de creatividad. Están en alza las soluciones innovadores, de ideas rompedoras, todo lo que es desigual, disruptivo, original o, por utilizar una expresión de moda, “outside of the box”. Los beneficios de la creatividad parecen, en efecto, ilimitados: en las artes la creatividad impulsa nuevas formas de expansión y revitaliza la cultura, en las ciencias ayuda a resolver problemas complejos, y en muchas organizaciones y empresas se traduce directamente en beneficios económicos. Podemos afirmar que nuestra sociedad siempre ha reverenciado a las mentes extraordinariamente creativas, ya sea Steve Jobs o Sigmund Freud. Pero, ¿qué motiva la creatividad humana? ¿Qué es lo que marca la diferencia entre las personas altamente creativas y las que no lo son tanto?
Arthur Leonard Schawlow, premio Nobel de Física en 1981, respondió de la siguiente manera a esta misma pregunta: "El amor por lo que se hace. Los científicos más exitosos -afirmó entonces- a menudo no son los más talentosos, sino los que están impulsados por la curiosidad y por el deseo de encontrar una respuesta a sus interrogantes". De alguna manera lo que describía Schawlow es lo que la psicóloga Teresa Amabile identifica como el "principio de motivación intrínseca de la creatividad". Dicho de manera simple, se trata de nuestra propensión natural a ser más creativos cuando estamos motivados por el disfrute personal de lo que hacemos. Para un atleta es la pasión por el deporte; para un artista, la necesidad implacable de expresarse; para un científico como Schawlow, la pura alegría de descubrir algo nuevo.
Durante más de tres décadas, psicólogos y científicos sociales han estudiado la motivación intrínseca como motor de la creatividad. De forma particular en el ámbito de las organizaciones, mucho se ha indagado sobre el papel que juega en todo ello el contexto laboral. Diversos estudios han demostrado -para sorpresa del sentido común-que las presiones o los incentivos exógenos (incluso los incentivos económicos) tienen muy poco impacto sobre el desempeño de la creatividad. En su lugar, factores como el interés personal, las emociones positivas, la autonomía o el impulso de superación individual son los que nos motivan a salir de nuestra zona de confort y probar nuevas maneras de resolver problemas. Puesto en términos simples, cuando disfrutamos de nuestro trabajo aumenta nuestra disposición a correr riesgos y a persistir en nuestros esfuerzos para desarrollar y refinar ideas. Por supuesto, sería ingenuo considerar que la pasión es lo único que motiva a un profesional creativo a acudir cada mañana a la oficina. Un buen sueldo, o por lo menos una retribución económica justa, es el punto de partida de cualquier relación laboral bien avenida. Pero una vez superada esta condición elemental, la motivación personal resulta clave. Al menos así lo indica la ciencia: cuanto más implicados emocionalmente estamos con lo que hacemos, mejor predispuestos a proponer soluciones creativas.
¿Es entonces la creatividad un asunto personal? ¿Estamos sujetos a nuestra capacidad o propensión individual al riesgo y a la innovación? Afirmarlo supondría conformarnos con una imagen incompleta. En efecto, diversos estudios han señalado que una de las principales limitaciones de la investigación sobre la creatividad es su dependencia del individuo, poniendo como ejemplo lo mucho que los académicos han invertido en explorar los rasgos de la personalidad de personas especialmente creativas. En contrapartida, estudios más recientes ponen en evidencia la importancia del entorno social, lo que en el ámbito profesional se traduce en cosas tan diversas como la organización del tiempo y de los espacios de trabajo, las jerarquías, las relaciones entre compañeros, los sistemas de intercambio de información, o el consumo de café en la oficina.
Resulta pues interesante pensar la creatividad como una construcción colectiva. Desde ese punto de vista, los lugares de trabajo podrían ser entendidos como espacios de encuentro, lugares en los que pasan cosas, en los que se plantean tareas y problemas que requieren del conocimiento, las visiones del mundo y las ideas de muchas personas. El propio conocimiento (individual o colectivo) resulta entonces de un proceso social donde la interacción con el contexto adviene un elemento clave de nuestra capacidad de aprender y generar ideas. Esto es lo que plantean teorías como la cognición distribuida, que afirma que el conocimiento (ergo nuestra capacidad creadora) está disperso en el mundo social, en las personas con las que interaccionamos, en los artefactos que nos rodean o en las tecnologías que utilizamos en nuestra vida cotidiana.
Para muchos, experimentamos hoy una supremacía de la creatividad y de la innovación que, estrechamente vinculada a la economía, activa relatos que apelan a la fascinación por lo nuevo, vaciándolas de sentido. Posiblemente tienen razón. Pero también es verdad que vivimos en sociedades complejas, que nos colocan ante problemas igualmente complejos que requieren de nuestra capacidad creativa como individuos y como sociedad. Al fin y al cabo, como dice Edgar Morin, de esto se trata la complejidad: un entramado de acontecimientos, acciones, interacciones, determinaciones y azares que cobran forma y se desvanecen continuamente. Pensar nuestra existencia desde esta perspectiva supone aceptar que estamos destinados a abrir camino en un entramado inextricable de relaciones sociales donde prevalece el desorden, la ambigüedad y la incertidumbre. Mirémoslo como una oportunidad, o mejor dicho, como un estímulo a la creatividad. Y, si puede ser, también como un momento histórico en el cual, más que nunca, necesitamos recuperar el sentido más social y transformador de nuestros actos creativos.
Cita recomendada
CREUS, Amalia. Crear, verbo transitivo. COMeIN [en línea], noviembre 2014, núm. 38. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n38.1475
Profesora de Comunicación de la UOC
@amaliacreus