Número 32 (abril de 2014)

25 años de contenidos para el siglo XXI

Jordi Sánchez-Navarro

En un anterior artículo de COMeIN, a propósito de la exposición de la Cinémathèque Française sobre el cineasta Tim Burton, hacíamos énfasis en el interés que para los aficionados, docentes y estudiantes de cine podría tener el estudio de la dimensión material de la producción cinematográfica.  

Hablábamos entonces de que la contemplación atenta y el estudio de los materiales de previsualización (bocetos, dibujos, pinturas, fotografía) y los objetos profílmicos (esculturas) generados en el complejísimo proceso de producción de un cineasta como Tim Burton podía expandir el disfrute de la experiencia de ver sus películas. Dieciocho meses después de aquel acontecimiento, podemos disfrutar de una exposición igualmente iluminadora. Inaugurada el pasado mes de marzo en CaixaForum Madrid —con toda probabilidad viajará a otras ciudades—, Pixar. 25 años de animación es un recorrido por la producción de la gran compañía cinematográfica, sin duda la más relevante del cine de finales del siglo XX y principios del XXI. 
 
Lo que hace a Pixar tan relevante, lo que la convierte en un objeto interesantísimo para el estudio de las industrias de la creación no es solo la lista de sus espléndidas películas, sino el hecho de que, ya antes de formar parte oficialmente de un gigante del entretenimiento como Disney, Pixar había creado una ingente nómina de personajes y un buen número de universos de ficción, lo que la había convertido en uno de los agentes principales en el terreno de la generación de licencias de merchandising y de la explotación multimedios. A finales del siglo XX, éste parecía un territorio reservado a las grandes productoras de contenidos de entretenimiento digital como Nintendo o Sega, pero la compañía de producción de cine Pixar penetró en ese territorio con una fuerza que no se había visto desde los años 70 y 80 con la revolucionaria Lucasfilm Ltd.
 
El discurso expositivo de Pixar. 25 años de animación explica de forma implícita por qué ocurrió eso. Y lo hace demostrando que la excelencia artística puede producirse en el marco institucional de una gran corporación cuando se dan las condiciones para vivir una celebración permanente de la creatividad. Quizá enmascarado por una enorme cantidad de materiales que una mirada poco avezada en la disciplina artística de la animación podría ver como restos del proceso creativo —bocetos, esculturas en resina que sirven de guía a los modeladores 3D, storyboards, color scripts— hay en la exposición un discurso sobre el valor del talento, la excelencia profesional y la capacidad de innovación técnica en la animación contemporánea. Pero hay algo más, algo que resulta incluso más interesante: hay una apelación constante a la naturaleza de proceso ingenieril de la animación digital en 3D. La historia de Pixar, y así se muestra en la exposición, es el fruto de la fusión definitiva de los talentos de artistas e ingenieros. 
 
La frase de John Lasseter que encabeza el recorrido de la exposición (“El arte reta a la tecnología y la tecnología inspira al arte”) es más que un eslogan afortunado. Es, de hecho, la clave para entender lo que significa Pixar, cuya evolución está muy ligada a la historia de las tecnologías de la imagen. Hoy no puede comprenderse Pixar si no es como la unión de, por un lado, un colectivo de inventores y desarrolladores de tecnologías informáticas y visuales, y, por otro, de un grupo de brillantes cineastas amantes de los géneros clásicos y expertos conocedores de la historia del cartoon
 
Para identificar las fortalezas del ecosistema creativo de Pixar, baste recordar la secuencia de acontecimientos que dio lugar a su creación. El primer hito se produce, sin duda, cuando Ed Catmull,  el pionero de la imagen digital que había sido discípulo del padre de la disciplina Ivan Sutherland, acepta la oferta de George Lucas —el creador de Star Wars (1977)— de convertirse en vicepresidente de la división de gráficos por ordenador de Lucasfilm Ltd. El segundo hito se produce cuando Catmull ficha como “diseñador de interfaz” a John Lasseter, un graduado del CalArts, o California Institute of the Arts —la escuela oficial de Disney—, que había sido despedido de la compañía creadora de Mickey Mouse. El hecho de que un animador puro como Lasseter entrara en el equipo de Catmull como “diseñador de interfaz” anunciaba en cierto modo la revolución que estaba por llegar. 
 
El último ingrediente de la mezcla explosiva llegaría en 1986, con la adquisición de esa división de Lucasfilm Ltd. por parte de Steve Jobs, quien ya entonces había pasado a la historia no solo por haber fundado Apple, sino por ser el creador de toda una filosofía del diseño de tecnología. El hecho de que la causa de esa operación de compra venta fueran las dificultades para obtener liquidez de un George Lucas sometido a presiones personales y financieras demuestra que algo tan aparentemente personal como un divorcio o un simple fracaso comercial —en este caso el de Howard The Duck (1983)— pueden ser detonantes de cambios históricos. De todas las cosas que podían pasar en la nueva compañía, lo que ocurrió es que Lasseter y Jobs cultivaron una excelente relación. La pasión de ambos por el arte y el diseño los unió.
 
El resto es Historia. Una brillante historia que comienza con Toy Story (1995) y que aún hoy continúa, ya sin Jobs pero con unos Catmull y Lasseter convertidos en dos de las figuras más importantes del Hollywood actual.  

 

Cita recomendada

SÁNCHEZ-NAVARRO, Jordi. 25 años de contenidos para el siglo XXI. COMeIN [en línea], abril 2014, núm. 32. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n32.1429

cine;  entretenimiento;  animación; 
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