Sobre charles Darwin
El viaje de la evolución, por Jordi Serrallonga
1. El inicio del viaje en el Beagle y la explicación creacionista del mundo
En el año 1831, cuando el HMS Beagle inicia su famosa travesía marítima alrededor del mundo, ¿cuál era el pensamiento de Charles R. Darwin sobre la vida natural? ¿Era un gran científico decidido a embarcarse en una aventura marítima para descubrir una teoría rompedora sobre la génesis de las especies? Al contrario, este joven inglés de buena familia no era un naturalista stricto sensu, sino un teólogo que tenía la misma idea que todos sus coetáneos con respecto a los orígenes de la vida: los humanos y todas las formas vivas del planeta habían sido diseñados por la divinidad en la gran creación. Y es que el viaje del Beagle tenía una finalidad más de exploración cartográfica que de exploración naturalista, y Darwin –que se acababa de graduar en Teología en la Universidad de Cambridge, pero con conocimientos básicos de Geología y Botánica– había sido seleccionado para ocupar la plaza de naturalista no remunerado a condición de compartir cabina y conversaciones sobre la Biblia con el ferviente creyente y capitán del bergantín, Robert Fitzroy.
Tanto el capitán como el naturalista del Beagle creían en un origen divino de todas las especies vivas, unas especies que no habían sufrido cambios desde su génesis, ya que la creación divina era inmutable. Pero el viaje de Darwin alrededor del mundo aún tenía cinco años por delante; un periplo que, como en el caso de Ulises en la Odisea, lo devolvió a Inglaterra con un cúmulo de nuevas experiencias. Pero, no adelantemos acontecimientos.
2. Darwin como viajero: ¿naturalista o aventurero?
Charles R. Darwin no era el prototipo de viajero aventurero cuando zarpó de Davenport (Reino Unido) el 27 de diciembre de 1831. De hecho, y en muchos sentidos, era un joven y delicado gentlemen británico acostumbrado a la buena vida y a una de sus grandes aficiones: la caza. Los marineros del Beagle, por ejemplo, a menudo encontraban al pálido Charles arqueado sobre la borda luchando contra los efectos de un perenne mareo que sorprendía y escandalizaba a los viejos lobos de mar. Entonces, ¿qué impulsó a Darwin a embarcarse?
En la época victoriana, una de las oportunidades –reservadas a las clases más acomodadas– de pasar a la posteridad o de hacer fortuna rápida era participar en una aventura: tenemos el caso del aristócratas o hijos de familias adineradas que se alistaban en la academia militar o naval con el fin de participar en misiones (capturas de barcos enemigos, colonización de nuevos territorios en ultramar, etc.) que les podían reportar ascensos –posición social– y riquezas –posición económica. Pero también tenemos el ejemplo de personajes, como el alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), que dilapidó una fantástica herencia viajando como geógrafo y naturalista por muchas regiones del planeta con la única finalidad de satisfacer las ansias de observar e interpretar el mundo; una cosa que quedará reflejada sobre todo en su magna obra Cosmos (1845-1847).
En este sentido, Darwin estaba mucho más cerca del talante de Humboldt que de los aventureros con sentimiento de conquista y triunfo económico. Sin ir más lejos, después de leer en la Universidad de Cambridge las impresiones de Humboldt sobre una fructífera estancia científica en las Islas Canarias (recogidas en el libro Viaje en las regiones equinocciales del Nuevo Continente, 1799-1804), soñaba con emular el viaje al archipiélago de este eminente geógrafo y naturalista. Y es que, a pesar de poseer una formación troncal como teólogo, los profesores Adam Sedgwick y John S. Henslow canalizaron y dotaron de rigor científico aquella curiosidad que, ya desde muy pequeño, Darwin sentía por la naturaleza cuando sólo era un coleccionista compulsivo de escarabajos.
Así, no nos tendría que sorprender que Darwin fuera capaz de soportar, tanto en el sentido económico (el patrimonio familiar cubría los gastos de un cargo como naturalista no remunerado) como en el personal (espacio vital escaso, enfermedades, mareos, etc.), las incomodidades de un viaje que le ofrecía una oportunidad única de circunnavegar y observar el mundo.
3. El viaje en el Beagle y la observación del mundo
Darwin hizo muchas observaciones sobre geología, paleontología, botánica, zoología y etnología a lo largo de su viaje de circunnavegación a bordo del Beagle. Todo era nuevo para sus ojos... el escaparate más grande de la naturaleza se mostraba ante un joven voyeur que aún estaba muy lejos de sospechar las enormes consecuencias finales derivadas de su inagotable curiosidad. Una curiosidad que, combinada con una gran dosis de perspicacia y genialidad, poco a poco le llevaron a cuestionar y replantear algunos de los grandes dogmas de la época. Ejemplo de ello son sus primeras anotaciones e interpretaciones geológicas de los parajes visitados por el Beagle y que rápidamente entraron en contradicción con las que, hasta entonces, eran las tesis aceptadas sobre el origen y la historia de la Tierra.
Volvemos por unos momentos a las ideas creacionistas aceptadas por Occidente en pleno siglo XIX. Según la cronología del obispo de Ussher (1658), publicada como anexo a las biblias anglicanas ochocentistas, la Tierra y la vida se crearon en el año 4004 a. C. La aceptación de esta fecha suponía que, en tiempos de Darwin, la edad del planeta no llegaba a 6.000 años. Robert Fitzroy creía ciegamente en esta datación, y el teólogo naturalista del Beagle, a pesar de no ser tan ortodoxo como su capitán con respecto a la interpretación de los textos bíblicos que juntos comentaban en la cabina, seguramente no habría puesto nunca en duda la cronología mítica si no hubiera sido, precisamente, por una lectura providencial.
En efecto, al inicio del viaje, Fitzroy –años más tarde se arrepentiría de este beau geste– facilitó a Darwin el primer volumen de una obra que se acababa de publicar en el Reino Unido: Los principios de geología de Charles Lyell (1830).
El capitán del Beagle también era un gran amante de la historia natural y pensaba que el libro de Lyell –absolutamente revolucionario con respecto a los fundamentos de la geología moderna (estratificación, sedimentación, etc.)– podía ofrecer las claves para corroborar las grandes extinciones y creaciones que defendía un reconocido naturalista francés: George Cuvier. La teoría catastrofista de Cuvier planteaba que las formas vivas –creadas por la divinidad– habían sufrido momentos sucesivos de creación y extinción debidos a grandes fenómenos catastróficos ordenados en los últimos 6.000 años. Quizá Darwin, a lo largo de su periplo alrededor del planeta, podría encontrar las pruebas geológicas de algunos de estos momentos de extinción: los grandes diluvios. Pero el efecto deseado por Fitzroy fue totalmente el opuesto.
Después de leer y releer Los principios de geología (en una escala del Beagle obtendría el segundo volumen enviado por correo desde Inglaterra), Darwin quedó seducido por los planteamientos de Lyell: gracias a los estudios de geodinámica y estratigrafía se podía inferir que la edad de la Tierra era mucho más antigua que los 6.000 años defendidos por Ussher o Cuvier.
Darwin estaba en el momento y el lugar idóneos con el fin de verificarlo personalmente: aquel bergantín de Su Majestad recalaba día tras día en diferentes lugares donde se podía testimoniar que Lyell tenía razón. La historia y los cambios en el planeta se habían producido de forma gradual a lo largo de dilatados periodos de tiempo y por ninguna parte aparecían los vestigios de los diluvios bíblicos o las catástrofes de Cuvier. Nuestro viajero empezaba a perfilar un escenario ideal donde más tarde pudo ubicar a los actores que protagonizan una de las historias más bellas del mundo: la historia de la vida.
4. Después del viaje en el Beagle y la explicación evolucionista del mundo
Darwin finaliza su viaje el día 2 de octubre de 1836, y aquí acabó, podríamos decirlo así, su vida viajera sobre el terreno. Afectado seguramente por el mal de Chagas (transmitido por la picadura de las chinches en Sudamérica), permaneció enfermo ya para siempre; una enfermedad crónica, sin embargo, que no le impidió alcanzar un récord aún no superado: escribir la mayor producción científica hasta hoy conocida. ¿Y cómo lo consiguió? Pues siguiendo su viaje en una dimensión virtual.
La leyenda dice que fue durante el viaje en el Beagle cuando a Darwin se le encendió la bombilla (el ¡eureka!) de lo que sería su gran teoría; concretamente, se habla de las famosas islas Galápagos, donde fondeó el 17 de septiembre de 1835. Ahora bien, aunque ciertos lugares, como las Galápagos, fueron proveedores de mucho espécimen y observaciones clave, la teoría darwiniana se gestó realmente en la seguridad del retorno y del hogar familiar. Entre otras cosas, porque Darwin todavía tenía que sufrir un proceso de reconversión (no olvidemos que continuaba siendo un teólogo del stablishment y que la teología defendía la creación divina de la vida).
Charles R. Darwin sospechaba que, de la misma manera que los cambios geológicos eran graduales y lentos, las especies vivas también habían podido sufrir cambios graduales y lentos. Pero eso suponía una herejía: implicaba negar la inmutabilidad, el fijismo, de las especies creadas por Dios. Ésta no era una idea nueva. Entre otros, el naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck había propuesto en su Filosofía zoológica (1809) una teoría sobre la evolución de las formas vivas: algunos animales, presionados por una necesidad, eran capaces de adaptar su anatomía a las demandas del medio y transmitir estos cambios a su descendencia. "La necesidad crea el órgano" sería la manera de resumir una atrevida teoría evolutiva según la cual, por ejemplo, la jirafa habría llegado a desarrollar un cuello largo a fuerza de estirarlo para comer las hojas más altas. El influyente George Cuvier se opuso a Lamarck y las aportaciones evolucionistas del segundo quedaron eclipsadas por el creacionismo y catastrofismo del primero. Darwin tenía que hacer frente a la visión fijista del mundo natural y la única manera de luchar contra lo que parecen gigantes, pero sólo son molinos de viento, era hacer valer algunos de los recursos que sin duda tiene el viaje cuando lo aplicamos a la ciencia: ampliar miras, abrir nuevos horizontes y aumentar el número de vestigios que necesita el investigador para afrontar una determinada perspectiva científica. Y Darwin lo aprovechó.
A las secuencias estratigráficas de muchas zonas estudiadas durante el viaje en el Beagle, Darwin pudo seguir los fósiles que, en cada estrato, se ordenaban en el tiempo. Eran los peldaños de aquellas escaleras geológicas que se sumergían en un pasado de miles y miles de años; unas escaleras que, lejos de probar la existencia de vacíos en el registro paleontológico que hablaran de catástrofes y extinciones globales, testimoniaban la continuidad y el cambio gradual en los seres vivos. Pero hacían falta pruebas no sólo del pasado sino también del presente. Y viajando de nuevo a las islas Galápagos, esta vez de forma virtual, comprendió el auténtico funcionamiento de la evolución mediante el estudio de especies actuales, como los pájaros pinzones.
Durante la estancia en las Galápagos, Darwin no otorgó demasiada importancia a los pinzones que había capturado en cada una de las islas visitadas y todos acabaron en un mismo saco con la etiqueta genérica de pinzones de las Galápagos. De vuelta en el Reino Unido, y advertido por el ornitólogo encargado de las colecciones del Beagle, supo que los pinzones de las Galápagos correspondían a más de una decena de especies. Este dato era providencial para demostrar las ideas sobre la evolución que bullían en la cabeza de Darwin: a partir de una hipotética población de pinzones ancestrales proveniente del continente (la costa occidental de Sudamérica), ¿podía ser que los pinzones hubieran evolucionado –como un árbol que extiende las ramas a partir de un tronco– en especies divergentes? Él pensó que sí.
Cada especie de pinzón poseía un tipo de pico característico (más corto o largo, más grácil o robusto, más delgado o ancho) perfectamente adaptado a las diversas necesidades de obtener alimento en islas y hábitats diferentes. Sin embargo, ¿no es lo mismo que ya había planteado Lamarck cuando hablaba de la jirafa y el alargamiento gradual del cuello ante la necesidad de comer las hojas de los árboles? No. El mecanismo evolutivo imaginado por Darwin era inédito; es lo que conocemos como teoría de la evolución mediante la selección natural. La necesidad no crea el órgano, no impulsa ningún cambio (lamarckismo), es la naturaleza la que selecciona una serie de modificaciones que sólo son producto del azar. Así, las mutaciones azarosas que favorecen la adaptación de un ser vivo en el seno de un determinado medio son seleccionadas y conservadas, y las mutaciones azarosas que no son aptas para la supervivencia son eliminadas. Por ejemplo, entre la descendencia de un pájaro que ha llegado a una nueva isla, un azaroso pico más corto y robusto es seleccionado y conservado en un hábitat donde sólo hay semillas muy duras, mientras que un azaroso pico largo y delgado, no apto para romper semillas duras, es eliminado: los individuos de pico potente podrán alimentarse y reproducirse, mientras que los de pico grácil desaparecerán. Hablamos de la supervivencia de los individuos más aptos y de la extinción de los menos aptos.
Finalmente, gracias al viaje de un gran naturalista, se podía afirmar que las formas vivas del planeta compartían un único origen a partir del cual habían ido evolucionando por selección natural; un concepto que continúa siendo universal y que, como ya señalamos en el encabezamiento de este capítulo, no sólo cambió la historia de la ciencia, sino la historia de la humanidad.
5. Un viaje virtual y una cura de humildad
Darwin no se decidió a publicar su obra más conocida, El origen de las especies, hasta el año 1859 (¡23 años más tarde de su gran viaje!). Buena parte del mérito lo debemos a otro naturalista, Alfred R. Wallace, a los amigos de Darwin, John S. Henslow, Charles Lyell, John D. Hooker y Thomas H. Huxley, y también a su mujer, Emma. Todos ellos consiguieron que Darwin venciera muchos miedos, después de un viaje iniciático desde el creacionismo al evolucionismo, y obsequiara a la humanidad con el manuscrito más importante y decisivo de la ciencia.
Pero el viaje virtual continuaba..., la especie humana todavía no había entrado en escena.
Aunque muchos seguidores y detractores continúan alimentando la idea de que Darwin acuñó la famosa expresión ¡venimos del mono! a partir del Origen de las especies, hay que decir que eso no es cierto. Justo en la penúltima página de aquel libro de más de 400, introdujo una única frase donde comentaba que quizás, algún día, su teoría ofrecería nueva luz sobre el origen de la humanidad. Un velado pero intencionado comentario que elevó las voces más críticas de los antievolucionistas temerosos de descubrir hasta dónde podía llegar la osadía darwinista. Y no se equivocaron. En el año 1871, Darwin, ya muy acostumbrado a las sátiras de la época, se atrevió a publicar El origen del hombre. En este manuscrito, el viejo naturalista –impedido físicamente– viajó racionalmente hasta tierras exóticas para afirmar que nuestra cuna se encontraba en África. ¿Cómo lo dedujo?
Primeramente, estudió la anatomía y el comportamiento de los animales que se parecían más a los humanos: chimpancés y gorilas. Resultaba evidente que los humanos compartíamos un mismo antepasado con los grandes simios: un ancestro común de aspecto absolutamente simiesco, a partir del cual habríamos evolucionado hasta llegar al homo sapiens. Entonces, si los chimpancés y los gorilas sólo los encontramos en África, la gran deducción de Darwin fue que, habiendo compartido un mismo ancestro, los orígenes de la humanidad sólo podían ser africanos.
Este pensamiento no sólo suponía un enorme y rompedor avance científico, sino que significaba una revolución social e ideológica en el contexto de una Europa colonial que se erigía como centro del mundo y como pueblo superior responsable del origen de la "raza" humana: descender de simios africanos no era en absoluto la idea romántica y gloriosa a la que aspiraba Occidente.
En definitiva, el viaje de Charles R. Darwin no sólo reconvirtió a un joven teólogo naturalista que salía de Inglaterra con una serie de prejuicios religiosos y científicos, sino que también reconvirtió a la sociedad de su tiempo, a la vez que a la del presente y el futuro:
“Un futuro donde tenemos que seguir observando, estudiando y protegiendo la globalidad del cosmos porque todavía quedan por escribir muchos capítulos que se añadirán y aportarán nueva luz a los ya escritos sobre la historia de los orígenes. Sin ir más lejos, mientras redactamos estas líneas estamos en Isabela, una de las islas Galápagos donde desembarcó un joven Charles Robert Darwin, que años más tarde publicó la teoría que revolucionó la investigación sobre los orígenes de la vida [...]. Pero la historia de los orígenes no se detiene, sino que continúa. En Isabela aún vemos las estrellas en el cielo, las mismas que forman parte del Universo, pisamos los ríos de lava que nos hablan de la dinámica de formación de la Tierra. Los pinzones, las iguanas y los leones marinos se nos acercan como representantes de la vida, y unos niños, los testimonios más nobles de la humanidad, juegan gracias a sus orígenes.”
Jordi Serrallonga
Orígens: univers, terra, vida, humanitat, 2007