El DNS (Domain Name System) es un expediente técnico cuya función es facilitar la navegación al usuario. Presenta las direcciones IP bajo la apariencia de signos o de palabras (nombres), evitando así la memorización de largas combinaciones numéricas. La asignación de esos nombres a partir del principio de prioridad temporal ha generado, sin embargo, una aguda tensión con los titulares de diferentes derechos, en particular de propiedad intelectual y, más concretamente, de marcas. Las insuficiencias de la vía judicial para resolver, de forma rápida y eficaz, este tipo de conflictos llevaron a la creación por parte de la ICANN, el 26 de agosto de 1999, de un sistema alternativo no judicial y supranacional de indudable éxito en términos objetivos. Su análisis, teórico y aplicado, constituye el objeto de este trabajo.
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«When I use a word» Humpty-Dumpty said [...] it means just what I choose it to mean [...]. «The question is» said Alice, «whether you can make words mean so many different things». «The question is», said Humpty-Dumpty, «which is to be master -that's all.»
Lewis Carroll, Through the Looking Glass, cap.6: Humpty-Dumpty (1872)
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Por razones directamente conectadas al orden y la paz social, el Estado ha intentado siempre asumir como función propia y exclusiva la solución de los conflictos, asignando esta tarea a órganos especializados que constituyen lo que conocemos como Poder Judicial. No obstante, salvo en períodos muy concretos, esa aspiración nunca ha sido incompatible con la existencia de expedientes alternativos, de diversa naturaleza, que permiten evitar el recurso a los tribunales; al menos en parte, ya que el Estado conserva el monopolio de la coacción y puede ser inevitable recurrir a él si la decisión recaída en el procedimiento alternativo no se cumple de forma voluntaria o si, antes, hacen falta pruebas que los interesados no se muestran dispuestos a facilitar de grado; por citar dos casos bien conocidos y recogidos de forma expresa en nuestra vigente Ley de Arbitraje de 1988.
La promoción y despliegue de estas vías alternativas (ADR, Alternative Dispute Resolution) corre a cargo de la industria especializada (hay mucho dinero que ganar) y, con frecuencia, del propio Estado; en particular en épocas como la presente, en la que por razones ideológicas y económicas corren aires desreguladores y antiintervencionistas. En el caso español, tampoco hay que olvidar el estímulo que puede suponer la distribución competencial entre el Estado central y el autonómico.
La defensa de las ADR suele basarse tanto en vicios ajenos como en virtudes propias. Cuando de vicios ajenos se trata, se dispara con bala contra la Administración de Justicia (olvidando que el presupuesto se aprueba en el Parlamento, a partir de un proyecto presentado por el Gobierno) y se la tacha de lenta, cara e ineficiente, dando a veces por sentado que cualquier otra vía funcionaría mejor, por el simple hecho de no ser judicial. Sin entrar ahora en lo que hay de cierto y falso en esas críticas, por fortuna las ADR también pueden promocionarse sobre virtudes propias: neutralidad, especialización, discreción, flexibilidad, etc. Son reales y bien conocidas, por lo que no es este el lugar para extenderse sobre ellas.
Ese entramado de intereses y razones objetivas ha conducido a una extraordinaria proliferación de ADR. Casi no hay norma, nacional o comunitaria, que se resista a sugerir una nueva. El resultado es tan vistoso como un zoológico. Hay ADR públicas (con la consiguiente reasignación de recursos a unas Administraciones que visten sus mejores galas de «prestadoras de servicios»; cuya eventual gratuidad claro está se paga vía impuestos) y privadas (la ya aludida industria de las ADR). La tentación de acudir a la ocurrente imagen usada por Hugenholtz, en materia de límites al derecho de autor, trayendo a colación el filme Criaturas peligrosas (Fierce Creatures)[1], se hace casi irresistible, pues, en efecto, el muestrario de ADR también incluye viejos dinosaurios, poderosos leones e inútiles pero divertidos monos. Como se verá, el sistema del que nos vamos a ocupar, cuya novedad lo aleja del primer grupo, también dista mucho de pertenecer al último. El Procedimiento Administrativo Obligatorio (PAO), puesto en marcha por la ICANN (Internet Corporation for Assigned Names and Numbers)[2] para hacer frente a la conflictividad entre marcas y nombres de dominio en la red, es sin duda una criatura de gran potencia y efectividad. Objetivamente, peligrosa.
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1.
| El espacio de los conflictos: Internet y el DNS |
No tendría sentido explicar aquí qué es Internet y cómo está estructurado. A los efectos que interesan, bastará con recordar que se trata de una red abierta de ordenadores, conectados mediante los famosos protocolos TCP/IP (Transmission Control Protocol/Internet Protocol). Una red políticamente ácrata (se dice), pero técnicamente bien organizada. Cada ordenador dispone de un número IP que permite identificarlo y hace posible que los paquetes de información viajen y lleguen a su destino sin errores. El número IP consiste en una serie numérica de cuatro grupos con un máximo de tres cifras. Esas series no ponen a prueba la memoria de los ordenadores pero sí la de los usuarios. Por tal razón, las direcciones se les presentan bajo otra apariencia. No como series numéricas sino como palabras o signos de fácil memorización. Esas palabras o series de letras y números son lo que conocemos como nombres de dominio. Así, por poner un ejemplo, para acceder a la sede virtual del Instituto de Derecho y Sociedad de la Información no hace falta recordar la serie 172.16.1.68. Basta teclear www.inisi.org[3].
El Sistema de Nombres de Dominio (Domain Name System, DNS) está estructurado de forma jerárquica. En la cima se encuentran los dominios de primer nivel o Top Level Domains (TLD). Justo por debajo, a su izquierda en la serie, figuran los Second Level Domains (SLD), que son los que permiten identificar los sitios web. Los TLD son de dos tipos: genéricos (.com, .net, .org, .gov, .mil, .edu e .int; más otros siete aprobados recientemente[4]), y nacionales o de país (dos letras identificadoras, establecidas de acuerdo con la norma ISO-3166: .es para España, .de para Alemania, .fr para Francia etc.)[5].
La distinción entre dominios genéricos (generic TLD/gTLD) y de país (country code TLD/ ccTLD) es fundamental; aunque resulta equívoca, pues puede inducir a pensar que, en el primer caso, la presencia en la red es mundial, en tanto que en el segundo queda limitada a un territorio determinado. En realidad, gTLD y ccTLD proporcionan idéntica conectividad y presencia en la red, por más que, en un caso, la imagen que se proyecte pueda ser nacional y en el otro anacional.
Para tener una visión completa, a la distinción entre dominios genéricos y de país debe añadirse otra, aplicable a ambos, que separa TLD abiertos y restringidos, en función de las exigencias impuestas a las personas o entidades que pretenden registrar. En los TLD abiertos no hay restricciones. Sí las hay, en cambio, en los otros; con diversos grados o niveles. Así, en el caso de los gTLD, son abiertos los dominios .com, .net y .org, en tanto que son restringidos los dominios .edu (sólo para ciertas instituciones educativas) e .int (sólo para organizaciones internacionales), así como, de forma aún más estricta, los dominios .gov (sólo para órganos del gobierno de los EE. UU.) y .mil (sólo para el ejército de los EE. UU.). También en el caso de los ccTLD, hallaremos dominios abiertos y restringidos, en atención a diversos criterios (nacionalidad o residencia del registrante etc.). El dominio .cc (Coco Islands) y otros off shore domain names son ccTLD típicamente abiertos. El .es, por el contrario, es claramente restringido.
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2.
| La interfaz del DNS y los signos identificativos |
El DNS, como se ha dicho, es un sistema de asignación de direcciones pensado para localizar las máquinas conectadas a la red y simplificar la navegación a los usuarios. Pero, rápidamente, a la pura función mnemotécnica se le añadió otra identificadora. No se trataba ya sólo de ser localizable, sino también de estar en la red con la misma identidad utilizada fuera de ella, evitando además confusiones o interferencias de terceros. El Corte Inglés quería ser elcorteingles.com; Campsa, campsa.com y así sucesivamente, impidiendo al propio tiempo que otros registrasen los mismos nombres bajo .net y .org, o bien nombres semejantes, capaces de inducir a error, como el-corte-inglés.com, kampsa.com y demás variaciones por el estilo. La convivencia de nombres idénticos bajo diferentes gTLD, acaso posible con otro tipo de protagonistas, saltó hecha añicos con la entrada en juego de las marcas. A sus titulares no les gustan las viviendas adosadas. Prefieren las construcciones aisladas, rodeadas de un amplio espacio exento.
Sin embargo, el deseo de preservar el valor de la marca reduce el espacio disponible en la red. Además, y sobre todo, a menudo son varios quienes con más o menos títulos pueden mostrarse interesados en un nombre determinado. ¿Cómo asignar en estas situaciones los nombres de dominio y decidir eventuales conflictos entre el registrante y otros pretendientes? ¿Cómo evitar también las variantes puramente parasitarias o perturbadoras?
En el caso de los gTLD abiertos, el sistema se basa en un criterio muy simple: first come first served, que evoca el prior tempore potior iure, aunque éste tenga una carga jurídica de la que aquél carece, pues el registro de un nombre de dominio no confiere derechos más allá de los resultantes del contrato[6]. Los gTLD abiertos se asignaron a los primeros que lo solicitaron, conforme a la regla de la primera posesión y sin reconocer o exigir títulos anteriores ajenos a la red (regla de la propiedad atada o vinculada)[7]. Era inevitable que este sistema generase conflictos con derechos creados por y para otros ámbitos, pero que, de alguna forma, aspiraban a extenderse a la red[8]. De este modo, el registrante del dominio podía tener ante sí a frustrados titulares de derechos de la personalidad (nombres, seudónimos...), derechos de autor (títulos de libros o películas, personajes...), marcas y, en general, otros signos identificativos de variada naturaleza (acrónimos de organizaciones, topónimos, indicaciones geográficas...).
La interfaz con el DNS (administrado en forma privada y de proyección mundial) resultaba especialmente conflictiva en el caso de los derechos de propiedad intelectual (que se administran en forma pública y tienen proyección territorial)[9]. Los titulares de marcas, en particular, denunciaban el sistema por considerarlo propenso a la violación de sus derechos y al parasitismo. Los titulares de dominios, por su parte, contraatacaban o se defendían acusando a aquéllos de querer apropiarse abusivamente de lo que no les pertenecía y de pretender extender el sistema de marcas más allá de lo que serían su espacio y función naturales[10]. Así, mientras unos hablaban de ciberocupación o ciberpiratería[11], los otros les respondían en términos de acoso o secuestro invertido (reverse domain hijacking). Se ha usado y abusado de la imagen del Far West[12]. Pero es tan plástica y real que resulta difícil no recurrir a ella. A fin de cuentas, el desarrollo del llamado ciberespacio tiene algo en común con los procesos de ocupación de tierras que tuvieron lugar en los EE. UU. a lo largo del siglo XIX; con la pequeña diferencia eso sí de que, en nuestro caso, la asignación de papeles (indígenas, tramperos, colonos, etc.) dista mucho de ser clara.
Es probable que el conflicto se atenúe o incluso desaparezca en el futuro de la mano de nuevos sistemas o métodos de navegación y localización. Pero, hoy por hoy, aunque sobredimensionado por el ruido de unos cuantos casos famosos y la intensa actividad de una minoría de agitadores, el problema es real. Está en juego la presencia o, al menos, la identidad en la red.
Para los titulares de derechos de propiedad intelectual, el daño derivado de la pérdida rectius, no adquisición del dominio es importante, y causado, además, a un coste comparativamente muy bajo (el de registro)[13]. Hay que tener en cuenta, además, que, a diferencia de lo que sucede en el mundo físico, en el que las marcas y los productos o servicios correspondientes suelen ser vistos por los consumidores de forma simultánea, en Internet la información es más neutra. Las palabras no indican más que direcciones. Sólo cuando los usuarios acceden a ellas y el acceso ya tiene un valor llegan a saber realmente a qué oferta corresponden. Esta circunstancia puede haber contribuido a una preocupación excesiva de los titulares de marcas. Aun así, resulta muy comprensible que se movilizaran en demanda de soluciones a los problemas que les creaba el desarrollo de Internet.
Sin embargo, tampoco hay que perder de vista los intereses de quienes, tras registrar un dominio, han puesto en marcha múltiples iniciativas, comerciales o no, contribuyendo al acelerado crecimiento de la red y al consiguiente beneficio para las empresas de infraestructuras (en el Far West los colonos consiguieron fincas y trabajo, pero los grandes beneficios los hicieron las empresas de ferrocarriles, telégrafos, etc.). La imagen de los pioneros que, tras afrontar riesgos y ensanchar el nuevo mundo, ven llegar a quienes en principio no creyeron en él, dispuestos a arrebatarles sus tierras con un ejército de juristas especializados y la complicidad de organizaciones de dudoso carácter democrático, es también una imagen poderosa. ¿Despojo o recuperación?[14]... En todo caso, cualquiera que sea el símil usado, conviene no olvidar que las imágenes, buenas para explicarse o comunicar ideas, son pésimas, o al menos muy peligrosas, para el análisis[15].
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[Fecha de publicación: septiembre 2001]
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